CON QUIEN TANTO QUIERO
En mi vida de adulto he asistido como mucho a tres bodas. Las que fui como niño no cuentan, son un acto obligado, casi forzado, esa revista abusiva de familiares desconocidos que te estrujan y besuquean. Esas viejas enlutadas, malolientes y bigotudas que te torturan las mejillas a pellizcos y que te gritan piropos descarnados al oído y que al final de la masacre te explican que son las tías de tu madre o de tu padre. No, esas no cuentan.
Las bodas me parecen una ceremonia farragosa, falsa, un despropósito de vanidades, un desfile de parientes endomingados, que suelen concluir en banquetes en los que las bromas soeces y los comportamientos de sal gorda y trazo grueso imperan con despotismo.
Por eso las evito, me horrorizan, me dan miedo, caigo en crisis de ansiedad cada vez que algún pariente o amigo me envía una invitación. Desde el mismo momento que la recibo mi mente empieza a trabajar la excusa perfecta para no ir. Y no voy. Casi nunca.
Solo he roto esa norma en tres ocasiones excepcionales. La primera, en la boda de mi hermano, que por motivos obvios no me pude negar, aunque, que conste que lo intenté.
La segunda en la boda de mi mejor amiga y socia laboral de entonces, a la que por cierto, después de la boda apenas he vuelto a saber nada de ella.
Y fui solo a la ceremonia, que no me alcanzó el ánimo para asistir al banquete pedante de gente tan fina, en la que al menos no sufriría las consabidas rifas de trozos de corbata del novio o de la liga de la novia, o cosas peores.
Y la tercera y última excepción en mi norma fue la semana pasada, cuando acudí a la boda de dos personas que considero amigas, y a una de ellas en concreto, un ente simbiótico de mi ser.
Y creo que ha sido la única de mis excepciones de la que no me arrepiento. Como no podía ser menos con dos almas nobles, su enlace fue noble y emotivo, sin caer en la pedantería o en la sensiblería que aborrezco.
En la ceremonia sopló un viento maluco, furioso, que apantallaba cualquier frase hilvanada, cualquiera de los poemas que se recitaron, adivinados antes que oídos. Aún así, o precisamente por eso, que hermoso acto, que delicia el furioso rugido y el frescor que presagiaba lluvia.
El ágape fue casi perfecto, solo algún invitado aguardentoso, que en España estábamos y algún español profundo debía acudir para cubrir cuota, se empeñaba en gritos de viva los novios, padrinos o el que se besen detestable.
Pero la comida, la conversación el ambiente, el fulgor omnipresente del blanco de la novia en la lejanía, hicieron gratos y amenos esos momentos. Rematados cuando los novios tocaron y removieron nuestros ánimos con su regalo. Fue un disparo certero al centro de nuestro afecto, la emotividad que, como el tiempo, presagiaba lluvia, pero de lágrimas.
No se puede ser más concisa, más exacta, más elaborada y simple, en esa descripción que pariste, querida Tamara, de cada uno de nosotros, ese dardo en la palabra, ese golpe brutal en nuestra línea de flotación del cariño.
Yo, doblemente agradecido, doblemente emocionado, doblemente en deuda eterna, sólo tú, yo y nuestras circunstancias, sabemos el porqué. Cómo no querer a quien tan bien te conoce. Cómo no sentir como propias sus aflicciones o sus alegrías.
Compartimos tantas cosas, queremos tantas cosas y personas a medias, soportamos y llevamos juntos, en diferentes recipientes, pero casi idéntico contenido, la misma ausencia injustificada, el mismo anhelo insatisfecho, barruntamos que aún por mucho tiempo.
Fingimos sin saber hacerlo, callamos cuando somos puro verbo, amamos a manos llenas y nos reconcome la oscuridad. Que frustrante es ese devenir en nuestros espíritus libres que no conocen la censura y quisieran ignorar esa tasa del alma que se nos impone como un trágala.
El después también fue emotivo, esas canciones que Paloma cantó acompañado del hermano de la novia, que tiene nombre y nombre ilustre de otro amado guitarrista, asesinado, Víctor.
Pero el mal ya estaba hecho, ya estaba todo en su lugar, ya el día había sido perfecto, la casa estaba ya encendida.
No me arrepiento, muy al contrario, recordaré siempre con nostalgia de foto sepia clara, esa boda de mis amigos, de mi querido Enrique, y de Tamara, con quien tanto quiero...
Las bodas me parecen una ceremonia farragosa, falsa, un despropósito de vanidades, un desfile de parientes endomingados, que suelen concluir en banquetes en los que las bromas soeces y los comportamientos de sal gorda y trazo grueso imperan con despotismo.
Por eso las evito, me horrorizan, me dan miedo, caigo en crisis de ansiedad cada vez que algún pariente o amigo me envía una invitación. Desde el mismo momento que la recibo mi mente empieza a trabajar la excusa perfecta para no ir. Y no voy. Casi nunca.
Solo he roto esa norma en tres ocasiones excepcionales. La primera, en la boda de mi hermano, que por motivos obvios no me pude negar, aunque, que conste que lo intenté.
La segunda en la boda de mi mejor amiga y socia laboral de entonces, a la que por cierto, después de la boda apenas he vuelto a saber nada de ella.
Y fui solo a la ceremonia, que no me alcanzó el ánimo para asistir al banquete pedante de gente tan fina, en la que al menos no sufriría las consabidas rifas de trozos de corbata del novio o de la liga de la novia, o cosas peores.
Y la tercera y última excepción en mi norma fue la semana pasada, cuando acudí a la boda de dos personas que considero amigas, y a una de ellas en concreto, un ente simbiótico de mi ser.
Y creo que ha sido la única de mis excepciones de la que no me arrepiento. Como no podía ser menos con dos almas nobles, su enlace fue noble y emotivo, sin caer en la pedantería o en la sensiblería que aborrezco.
En la ceremonia sopló un viento maluco, furioso, que apantallaba cualquier frase hilvanada, cualquiera de los poemas que se recitaron, adivinados antes que oídos. Aún así, o precisamente por eso, que hermoso acto, que delicia el furioso rugido y el frescor que presagiaba lluvia.
El ágape fue casi perfecto, solo algún invitado aguardentoso, que en España estábamos y algún español profundo debía acudir para cubrir cuota, se empeñaba en gritos de viva los novios, padrinos o el que se besen detestable.
Pero la comida, la conversación el ambiente, el fulgor omnipresente del blanco de la novia en la lejanía, hicieron gratos y amenos esos momentos. Rematados cuando los novios tocaron y removieron nuestros ánimos con su regalo. Fue un disparo certero al centro de nuestro afecto, la emotividad que, como el tiempo, presagiaba lluvia, pero de lágrimas.
No se puede ser más concisa, más exacta, más elaborada y simple, en esa descripción que pariste, querida Tamara, de cada uno de nosotros, ese dardo en la palabra, ese golpe brutal en nuestra línea de flotación del cariño.
Yo, doblemente agradecido, doblemente emocionado, doblemente en deuda eterna, sólo tú, yo y nuestras circunstancias, sabemos el porqué. Cómo no querer a quien tan bien te conoce. Cómo no sentir como propias sus aflicciones o sus alegrías.
Compartimos tantas cosas, queremos tantas cosas y personas a medias, soportamos y llevamos juntos, en diferentes recipientes, pero casi idéntico contenido, la misma ausencia injustificada, el mismo anhelo insatisfecho, barruntamos que aún por mucho tiempo.
Fingimos sin saber hacerlo, callamos cuando somos puro verbo, amamos a manos llenas y nos reconcome la oscuridad. Que frustrante es ese devenir en nuestros espíritus libres que no conocen la censura y quisieran ignorar esa tasa del alma que se nos impone como un trágala.
El después también fue emotivo, esas canciones que Paloma cantó acompañado del hermano de la novia, que tiene nombre y nombre ilustre de otro amado guitarrista, asesinado, Víctor.
Pero el mal ya estaba hecho, ya estaba todo en su lugar, ya el día había sido perfecto, la casa estaba ya encendida.
No me arrepiento, muy al contrario, recordaré siempre con nostalgia de foto sepia clara, esa boda de mis amigos, de mi querido Enrique, y de Tamara, con quien tanto quiero...