domingo, abril 13, 2008

ALEJANDRO



El final del barrio griego, uno de los cuatro de la inmensa ciudad, lindaba directamente con el puerto privado de los reyes y los muros del Serapión. Era noche cerrada, pero la luna y las miles de antorchas que jalonaban la calle daban la ilusión al viajero de que era casi de día.

Aulo sabía que tenía que buscar alojamiento antes de que el frío que venía del desierto circundante les alcanzara. En ninguna ciudad del mundo hubieran abierto las puertas de las murallas a una caravana a tan tardía hora, pero el banderín morado que portaba su guía hizo el milagro, les identificaba como amigos del César, un honor del que muy pocos podían presumir.

Lo primero sería ir directamente al palacio del Procónsul, en el suntuoso recinto de los Ptolomeos, pero después de las miles de millas recorridas ansíaba más que el descanso o un baño llegar hasta el templo y la tumba.

Su padre le creía ya en la Armenia Parva, poco imaginaba el poderoso senador Aulo Plaucio Máximo que su único hijo y heredero había dado semejante rodeo hasta Alejandría antes de ocupar su puesto como gobernador en la última provincia conquistada por César Trajano.

Le dolía desobedecer a su padre e incluso defraudar a su amigo, el nuevo César Elio Adriano, aunque sabía que éste le entendería. Desde pequeños, cuando jugaban en la finca de olivos de su abuelo en Itálica, en los dos nació el amor infinito hacía Él y se habían juramentado a algún día viajar hasta Alejandría para ver su tumba y besar su rostro.

La adopción de su amigo por el César y la llegada al trono habían disipado su pasión, pero en cambio en él había crecido más y más hasta convertirse en una obsesión. Contempló el rostro de su joven amante, el bello mimo Macrón, que apenas soportaba el sueño montado en su caballo. Sí, debían dormir y comer, un baño y un masaje con aceites, la imagen era cada vez más tentadora, incluso un blando lecho de plumas envuelto en lino real y rodeado por los hermosos brazos de su amante parecía mucho más que una necesidad.

Su guía dio la vuelta y le susurró unas palabra al oído, no quería levantar la voz para no atraer a la guardia macedonia, los ancestrales guerreros que desde hacía cientos de años protegían a Dios.

Mandó parar a sus hombres y desmontó del caballo, sin darse cuenta habían llegado a la puerta del monumento. Le pareció demasiado pequeño, pero sin dejar que la desilusión le venciera entró, completamente solo.

Los guardias con armaduras de plata y yelmos de penachos rojos le dejaron pasar sin mirarlo, era un patricio romano y amigo del César, tenía paso franco, aunque no se molestaron en ocultar el desprecio que les inspiraba.

Pero Aulo era indiferente a todo lo que no fuera llegar hasta la tumba. Atravesó suntuoso pasillos que brillaban con la luz de miles de fuegos reflejados en muros de oro puro. Al final una inmensa sala de columnas guardaba en su centro el ataud de cristal. Avanzó despacio, con miedo, sin querer romper el sueño que desde niño le mantenía vivo. Dentro, como si no hubieran pasado casi cuatro cientos años desde su muerte, el bello cuerpo de Dios parecía dormir plácidamente.

Besó sus labios con delicadeza y notó el olor agradable, el tacto de la carne suave y pensó que el milagro se había cumplido, que ya no importaba nada, porque ninguna fuerza del mundo le haría abandonar esa ciudad ni dejar de contemplar el rostro amado. Notó que una mano se posaba con suavidad sobre su hombro. Era Macrón, que, con las señales del sueño en su hermoso rostró, señalaba el ataud.

¿Es Él?-preguntó- Aulo sonriendo le cogió por la cintura y le acercó hasta el cuerpo. Sí, contestó, es Alejandro, es Dios...