Los emperadores deben morir de pie
Cuentan que cuando Tito Flavio Vespasiano, el emperador romano, se estaba muriendo en su cama, rodeado de sus hijos, cortesanos, senadores y demás, al sentir el momento final, se levantó del lecho y dijo a los sorprendidos presentes, que le miraban con estupor: "Qué queréis, un emperador debe morir de pie..."
Los emperadores, los reyes en general no son seres comunes. Y no pueden morir como los demás mortales, aunque es tranquilizador el hecho de que mueran como todos, si además de sus prebendas, sus vidas de molicia, además fueran inmortales, sería como bordear lo intolerable.
Tampoco deberían morir en la cama, como personas normales, los dictadores. Es una aberración de la lógica, un sinsentido que un tirano muera en su cama, rodeado de sus seres queridos, que incluso le lloran.
El gran problema que padece España actualmente, ese cainitismo que nos separa, esas dos facciones irreconciliables, provienen sin duda del hecho de que dejamos morir en la cama al asesino Franco.
Es saludable, incluso higiénico, el que se acabe con los tiranos como se acaba con las cucarachas, con crueldad, con ensañamiento. Es como una advertencia, un aviso de que todo ha cambiado, de que nada puede seguir igual y que a partir de ese momento, vamos por otro camino.
Esa imagen, la de un Mussolini colgado de las piernas en la Piazza Loreto de Milán junto a su amante Clareta Pettacci, fue la que dio solidez a la Italia de postguerra. Le dio cohesión y cerró con un portazo una parte tan oscura de su historia.
Pero en España, dejamos que Franco muriera de viejo, permitimos que sus ministros, especialmente Fraga, siguieran manejando la vida política española, fuera uno de los padres de la constitución.
Alguien se imagina a Albert Speer, ministro de Hitler, en la Alemania de posguerra fundando un partido y siendo parte activa de la vida política, competir en la elecciones, llegar al poder.
Una aberración, que permitimos en España. Un Fraga, ministro del interior, cuando se asesinaba a estudiantes arrojándoles por la ventana, que se sentaba en consejos de ministros en los que se decretaba el asesinato de Blanco Chivite, Puig Antich...
No, un dictador no debe morir de viejo en la cama. Nos arrepentiremos eternamente si dejamos que Fidel Castro, Pinochet, mueran de viejos, ya lo son, pero tienen demasiada sangre en sus manos, para que sus canas nos muevan a la compasión.
España sería hoy un país diferente, si esa alabada transición, falsa y llena de trágalas y renuncias, hubiera comenzado con un Franco colgado por los pies de una farola de la Plaza de Oriente, y a su lado, como una Clareta Pettacci freaky, Carmen Polo, la collares.
Y es que los tiranos deben morir como las cucarachas, aplastadas...
Los emperadores, los reyes en general no son seres comunes. Y no pueden morir como los demás mortales, aunque es tranquilizador el hecho de que mueran como todos, si además de sus prebendas, sus vidas de molicia, además fueran inmortales, sería como bordear lo intolerable.
Tampoco deberían morir en la cama, como personas normales, los dictadores. Es una aberración de la lógica, un sinsentido que un tirano muera en su cama, rodeado de sus seres queridos, que incluso le lloran.
El gran problema que padece España actualmente, ese cainitismo que nos separa, esas dos facciones irreconciliables, provienen sin duda del hecho de que dejamos morir en la cama al asesino Franco.
Es saludable, incluso higiénico, el que se acabe con los tiranos como se acaba con las cucarachas, con crueldad, con ensañamiento. Es como una advertencia, un aviso de que todo ha cambiado, de que nada puede seguir igual y que a partir de ese momento, vamos por otro camino.
Esa imagen, la de un Mussolini colgado de las piernas en la Piazza Loreto de Milán junto a su amante Clareta Pettacci, fue la que dio solidez a la Italia de postguerra. Le dio cohesión y cerró con un portazo una parte tan oscura de su historia.
Pero en España, dejamos que Franco muriera de viejo, permitimos que sus ministros, especialmente Fraga, siguieran manejando la vida política española, fuera uno de los padres de la constitución.
Alguien se imagina a Albert Speer, ministro de Hitler, en la Alemania de posguerra fundando un partido y siendo parte activa de la vida política, competir en la elecciones, llegar al poder.
Una aberración, que permitimos en España. Un Fraga, ministro del interior, cuando se asesinaba a estudiantes arrojándoles por la ventana, que se sentaba en consejos de ministros en los que se decretaba el asesinato de Blanco Chivite, Puig Antich...
No, un dictador no debe morir de viejo en la cama. Nos arrepentiremos eternamente si dejamos que Fidel Castro, Pinochet, mueran de viejos, ya lo son, pero tienen demasiada sangre en sus manos, para que sus canas nos muevan a la compasión.
España sería hoy un país diferente, si esa alabada transición, falsa y llena de trágalas y renuncias, hubiera comenzado con un Franco colgado por los pies de una farola de la Plaza de Oriente, y a su lado, como una Clareta Pettacci freaky, Carmen Polo, la collares.
Y es que los tiranos deben morir como las cucarachas, aplastadas...