domingo, agosto 27, 2006

En la tierra de lo excesivo

A la vuelta del viaje, fin de las vacaciones pasadas en Suiza, en un pueblo de nombre sonoro, Isenthal, en el cantón de Uri.

Suiza es el país de los excesos, es demasiado verde, demasiado montañoso, demasiado limpio, demasiado organizado, demasiado alejado de nuestro ánimo español, aún así, cúánto me ha gustado Suiza, quizás un poco menos que en el anterior viaje del pasado diciembre, porque el rebozado blanco de la nieve superaba en belleza o en efecto visual al verde omnipresente actual. Quizás.

Nada más aterrizar en el aeropuerto de Basilea, nos acogió la lluvia, tan rara, tan preciada en esta reseca España nuestra. Nos acompañó todo el viaje, incluso fue el fondo a nuestro primer percance, de esos que hacen que las vacaciones sean tan peligrosas. Un lerdo ciudadano, que por supuesto en Suiza también hay, golpeó nuestro coche de alquiler, y se negó a reconocer que había cometido tal fechoría. Que desilusión el tal Kaspar, y nosotros que nos creíamos que los suizos eran todos honestos y probos ciudadanos. Pedimos la intervención policial y esperamos bajo la lluvia, con nuestras ropas venidas del tórrido Madrid empapadas, con las horas pasando, ya rebasada la medianoche. Y cuando llegó la policía, un alto y rubio agente y una poco femenina policía con gorro de Cocodrilo Dundee y fumando como un camionero de Móstoles, nos miraron con esa desconfianza genética con que nacemos hacia todo lo extranjero. Y no nos dieron la razón, claro, tuvimos que firmar un parte de mutuo acuerdo, o nos multaban.
Con ese trágala en la mente, pues si que empieza esto bien, seguimos viaje, calados, malhumorados y cansados.

Pasaba las dos de la madrugada cuando llegamos a Isenthal, un pueblo imposible. En lo alto del todo, pura cumbre. Tuvimos que acceder por una carretera de vértigo, estrecha, empinada, que nuestro coche, nuevo y alemán, parecía incapaz de vencer, como desmintiendo que era ambas cosas.
Afortunadamente ese primer ascenso fue de noche cerrada y con lluvia, porque a plena luz, el vértigo hubiera sido imposible, el acantilado por el que ascendíamos a golpe de curva, con el fondo del inmenso lago de Los Cuatro Cantones, era una cura de burro contra el mal de altura. Un paisaje que en posteriores ascensos y descensos con luz nos quitó el aliento, en todos los sentidos.
Nuestra casa era suiza, limpia, ordenada, de madera y nuestros caseros gente encantadora, amables y serviciales. Un verdadero hallazgo, y un bálsamo contra el resquemor que nos había nacido hacia todos los suizos después de nuestra aventura con Kaspar y los policías.
Con el amanecer se nos llenaron los ojos de maravillas. Desde cualquiera de nuestras ventanas veíamos montañas altas, verdes, majestuosas, coronadas de nubes. Como dijo Marcela, parecía que vivíamos dentro de una postal. Era cierto, todo era como un decorado y necesitabas mirar por detras para no encontrar la madera o la cuerda que delatara el atrezzo.

Ese primer día aun llovía, pero descubrimos la técnica del clima en Suiza. A un día de lluvia, seguía invariablemente otro soleado. Y así fue, sin fallar ni un solo día, hasta nuestra partida. Lo que fue genial para planificar las actividades a realizar.

Subimos a Sant Jakob en funicular, un monte cercano con un restaurante como única población. Allí conocimos a una viejecitas amabilísimas que hablaban español. Bailarinas jubiladas con pinta de lesbianas. Quizás fue ese el momento en que notamos, o noté, que todas las mujeres en esa parte del país eran de todo, menos femeninas. Con un look bollero, pelo corto, ropa de hombre, ademanes masculinos. Parecía la pesadilla de un mal imitador de Almodovar.

En los siguientes días visitamos Luzerna, de nuevo un reencuentro para mí con una de las ciudades favoritas de mi ánimo. Que hermosa la recordaba con frío y nieve, quizás un poco más pálida baja la lluvia y el sol alternativos.

También fuímos a Zurich, un Móstoles con pretensiones, y la cercana Winterthur, la patria de todos las aseguradoras, donde lo único que disfrutamos fue un coro de gospel callejero formado a partes iguales por bolleras y locas calvas gays, con la inclusión de un orondo negro y un enano rubio narrador con gorra.
Pero la música era buena. Que le pregunten a Marcela y su inconditional love...

Incluso en un arrebato entre curioso y borbón-borbón nos acercamos a la capital de ese principado de opereta que es Liechtestein, Vaduz o Fatús como pronunciaba la voz en off en español del trenecito hortera con el que recorrimos en diez minutos toda la ciudad.
Lo único que merecía la pena ver era el castillo del príncipe reinate, el Hans Adans II, padre de la oronda Tatiana, que sin embargo no se podía visitar. Subimos a pie, menuda caminata, solo para contemplarlo desde fuera e imaginar cual sería la ventana de la habitación de la que pudo ser reina de España. Una pena y una suerte para las nietas de taxistas...

El día estrella fue el jueves, en el que subimos al Brienzer Rothor en el único tren cremallera de vapor de Suiza. Un viaje alucinante, a pesar del hollín, del humo y del frío que íbamos padeciendo a medida que ascendíamos.
Pero la hora que duró el viaje atravesamos un mundo de maravillas, incluso descubrí unos de mis rincones de paz, que persigo con la mente en mis clase de yoga y que se copió el original de mis deseos con la imágen que contemplaba en el Brienzer. Ese verde tan intenso que dolían los ojos, como describió Fran, esos montes escarpados, esos íbices salvajes que nos miraban pasar con indiferencia.
Que excursión tan increíble, que remotas sensaciones nos devolvían.

Como habíamos pagado la cena en el restaurante del alto del monte, nos fuímos a cenar aún llena la cabeza de instantáneas de oh permanente. Y que lujo en pleno agosto ponerte abrigo, jersey, guantes, gorro de lana, bufanda. Y sentir el frío fuera de tí, acariciarte con suavidad la cara con el fondo de un paisaje que podías seguir viendo aún cuando cerrabas los ojos para descansar de tanto estupor. Era inútil te habían transpado los párpados y se quedaban dentro. Y la nube volvía a ser nube, y la montaña volvía a ser montaña. Habían vuelto a ganar la partida. A traición...

En el comedor conocimos a un señor que muy amablemente nos tradujo el menú. Era suizo o alemán, en eso no hay acuerdo, pero hablaba no español, sino andaluz, como el mismo dijo. Era encantador y educado, exquisito en el trato, incluso nos recomendó vinos, que no bebimos.

En los siguientes días visitamos Berna, que volvió a dejarme indiferente como la primera vez, y la capital de nuestro cantón, Uri, la pequeña pero entrañable Altdorf. Es una constante conmemoración a su más ilustre vecino, el Guillermo Tell de marras. Está en casi todas partes, pero especialmente en la preciosa estatua de la plaza mayor. Es un icono famoso que se repite en casi toda la mercadería suiza. Incluso visitamos en la vecina Brüegel, la casa museo de Tell, que nos decepcionó, película incluída.

Una pequeña lección de historia antes de continuar. Nuestro cantón, Uri, comparte historia y lago con otros tres cantones. Por eso el inmenso lago se llama de los Cuatro Cantones. Los otros tres son Schwyz, Unterwalden y Zug. Tienen en común que son el núcleo de la formación de Suiza, fueron los primeros en sublevarse contra los austríacos, precisamente por el Guillermo Tell. Además los cuatro cantones son extremadamente católicos, de sus jóvenes salen la mayoría de los guardias del Papa, conservadores y cerrados a los extranjeros, suizos incluídos.

Pero quizás este corazón de Suiza, es su parte más auténtica, más antigua y más genuina. De todos, en cuanto a lo que más nos gustó, nos quedamos con Schwyz donde en su capital del mismo nombre, tomamos los mejores capuccinos y lattes machiatos. Siempre en el mismo sitio, Die Wessley Rossli, algo así como el caballo blanco, o el pony pisador para Angel y Fran.

La camarera para variar era amable, educada y no parecía lesbiana, la jodida Barbie...Y nos demostró ipso facto cuando supo que éramos españoles, su conocimento de nuestro idioma: fiesta y siesta. En fin, que triste es a veces sentirte marciano.

Vecino a estos cuatro cantones está el Ticino, la parte italiana de Suiza. Visitamos su capital, Bellinzona, con sus tres impresionantes castillos medievales, y Lugano, donde vive nuestra Tita, cuando no está ocupada comprando vientres de alquiler.

Se llega al Ticino cruzando el San Gotardo, el mítico paso, y cuando llegas al otro lado, de verdad sabes que es otro país. Y no sólo porque todos los carteles estén en italiano, y porque los montes no sean tan vertiginosos ni el verde tan intenso, y el cielo azul nos tocaba la vena latina.

Era una sensación, de cercanía, de consanguinidad. El Ticino no es suizo, sino latino. Sus ancianas no parecen bolleras intentando escalar el Everest, sino que son como nuestras abuelas, sus plazas son apacibles y soleadas como las de España, la Iglesia de San Francisco de Bellinzona hubiera parecido una nave nodriza extraterreste si la transplantaran al centro de Zurich o de Berna. Incluso en el cementerio, visitamos todos los cementerios, de todas las ciudades por las que pasamos, manías de Fran, había una tumba con una bailaora gitana de piedra encima. Nos acercábamos a ver que colega de Lola Flores había sido enterrada en Bellinzona, y resultó ser el reposo eterno de un jóven artista suizo, desconocido para nosotros, que a saber porqué había elegido ese tipo de tumba.

De Lugano pasamos la frontera a Italia y lo nuestro nos golpeó la cara. Pasar la frontera y entras en la realidad latina. El Ticino tiene lo bueno de Suiza, el órden, la limpieza, la educación, y lo bueno de Italia, el clima, el arte, el alma, la belleza.

Pero Como es solo Italia, que ciudad tan sucia y ruidosa, tan caótica. O quizás solo nos lo pareció porque teníamos ya el alma abigarrada del exceso que es Suiza. Quizás la juzgamos muy duramente, pobre Como, pero hasta los helados, los famosos gelati, nos parecieron desangelados, desabridos, sosos. Volvimos raudos a "nuestra" Suiza.

Nos quedaba la excursión al monte Titlis, en tres funiculares nada menos para llegar a esas nieves perpetuas a 3205 metros de altura, con glaciar incluído. Incluso unos de los funiculares era el famoso y único rotair, el único rotatorio del mundo, según te dicen en mil idiomas. Peculiar el que la mayoría de los visitantes fueran indios. Como si no tuvieran bastantes montañas altas en su páis. Cosas veredes.

Nuevo lujo el jugar con la nieve en agosto, el vivir ventiscas mientras nuestros amigos y familiares se cocían en su jugo en Madrid. Que delirio, que fatiga y que golpe de ansiedad esa altura, ese despropósito que es el Titlis. Como purifica la nieve, incluso la que sabes inalterable, como la roca, pero vulnerable.

Y nuesta última excursión a destacar fue al Kloster de la Madonna Schweister de Einsiedeln. Que en tiempos lejanos compitió con Santiago en peregrinos para venerar la vírgen negra. El edificio es por fuera sobrecogedor, gris, abierto, impresionante.

Pero por dentro...Por dentro es una tarta de chantilli horrenda. Dorada, rosada, blanca. Con el triunfo del barroco, lo excesivo en el mal gusto, en el derroche del adorno, no lleva al sobrecogimiento, a la trascendencia, solo la artista antes conocida como Tamara, o la pobre Imelda Marcos, sentirían ganas de rezar en semejante marco, solo digno de ser quemado en holocausto al buen gusto. Si vais a Suiza y pasáis por Einsiedeln, por favor firmar en la recogida de firmas que inicié para cerrar ese decorado del Un, dos tres.

Volvimos para despedirnos de Luzerna y visitamos Basilea antes de coger el avión. Nos gustó su catedral, de piedra roja, torres góticas e interior de un románico austero. Que diferencia, que belleza tan pura de líneas, sin caer en el horror de ese berrueco portugués.
Y nos encantó la plaza del mercado, que tiene como fondo ilustre y maravilloso el Rathouse, el ayuntamiento de un impresionante gótico borgoñón, rojo intenso, brillante bajo el sol que sin embargo no tocaba ese día.
Aunque al despegar el avión ya llovía a cántaros, como correspondía. Nos llevábamos la impresión de la maravilla que es Suiza, de las cosas excesivas que alberga, que llena de todos los adjetivos. Podíamos repetir con el escritor romano Tracio Aquiles, cuando contempló impresionado por primera vez Alejandría: Ojos míos, nos rendimos...

martes, agosto 08, 2006

No llegaremos nunca a Macondo

Me entristece pensar que la desidia electoral de los habitantes de Aratacama, en Colombia, nos impide a los habitantes de nuestro planeta poseer un lugar llamado Macondo.
A los que amamos a Gabo, a pesar de sus incongruencias personales, de su izquierdismo de vía estrecha y anchas tragaderas con el asesino Fidel, nos hubiera llenado de gozo que en su ciudad natal, sus pobladores se hubieran tomado la molestia de ir a votar para decidir añadir el nombre de la mítica Macondo a al Aratacama original.

Pero nada, no han querido mover sus culos ociosos, o quizás el referendum ha coincidido con algún partido de fútbol, o a los mejor la culpa es de ese viento maluco que sopla de lo alto, o ese calor que hace cocer en su jugo hasta las mentes les ha postrado en su cura de burro contra la miseria que les envuelve.

De los 22 mil que podían votar, solo han ido 3 mil y se necesitan al menos 7 mil para que fuera válido.

Malos tiempos para la democracia. Parece que nos hemos cansado de votar. En España, después de meses de aburrida y ficticia estuteltez con los catalanes y sobre los catalanes, éstos deciden que para que van a ir a votar. Quizás para agradecer a Zapatero el inmeso desgaste que ha sufrido por esa idiotez del Estatut, o para compensar a los millones de españoles que hemos creído que cada cual debe hacer de su capa un estatut. O simplemente porque hay que votar. Que es necesario.

Yo he votado siempre, desde que tengo 18 años, esperé ansioso ese momento, y desde entonces he participado en todas las elecciones, generales, municipales, europeas, autonómicas, comarcales, vecinales, referendum sobre OTAN, sobre la constitución europea. He votado SIEMPRE.

Quizás porque si algo recuerdo de mi abuelo, poco porque muríó cuando tenía yo seis años, era la inmesa nostalgia de republicano represaliado que sentía por ir a votar.

Pero eso se ha perdido al parecer, todo es fácil, todo es sencillo. No me interesa, no puedo, no quiero. Que más me da que gane Pepe que José, que se apruebe o no un estatut, que podamos colocar al mágico/mítico Macondo en el mapa.

Hoy, siento un poco menos de respeto por los colombianos en general, y por los 19 mil habitantes de Aratacama en particular que no quisieron perder un segundo de sus vidas en ir a votar para poner a Macondo en el mapa.

Un mal día para la utopía...

VIAJE A CÁDIZ

El viaje a Cádiz ha sido uno de los más divertidos que he hecho nunca, con una dosis de locura y sinrazón que solo se puede explicar en ese viento de Levante que no dejaba de soplar, pero con fuerza, y que te volteaba el cerebro del revés.

Donde nos alojamos Vejer, es un pueblo medieval de maravillas, todo cuestas, todo empinado, todo para arriba, donde aparcar era imposible y un arcano, además nuestra casa estaba en peatonal y teníamos que dejar el coche en el conocido Quinto Coño, El Paseo de las Cobijadas, que como una M-30 con encanto, circunvalaba todo Vejer, y donde residía una perra gheisa que se nos hizo íntima, con ese prurito de desear ser acariciada, bastaba con que te pararas para que se tumbara en el suelo esperanda esa caricia que no llegó porqué daba un poco de asquito y dudábamos de su higiene, que no de su afecto. Los humanos somos así querida perra gheisa...

Esa primera noche que llegamos a las mil y fuimos a cenar a un sitio que la Encarni, la dueña, nos recomendó, pero cuando llegamos el mesón andaluz era un bar de copas y nos tuvimos que conformar con unas cervezas y unas bolsas de pistachos y doritos, como magra cena.

Y al día siguiente, segunda decepción culinaria, el recomendado desayuno que se alaba en toprural.com de la casa, y que encargamos, resultó ser una chufa de tostadas y estuches de iberitos, un paté vulgo foie-gras. Ná del famoso pan con tomate de la señá Leonor, la dueña de la casa, que muy anciana veíamos cada día al pasar en su salita, en su sillita con las piernas tapadas con la falda de la mesa camilla viendo la tele, y en evidente huelga de desayunos caídos.

Pero ese día fue una pasada de bonito. Empezamos yendo a las ruinas de Baelo Claudia, un pueblo romano factoría de pescado y fábrica del mundialmente famoso Garum, como el ketchup que se devoraba en todo el Imperio y que solo se fabricaba en Gades, nuestro Cádiz del alma.

Las ruinas son increíbles. Marcela estaba sorprendida de que no fueran más conocidas, más publicitadas, porque son preciosas.

Después fuímos a pasear y mojarnos los pies en la Playa de Bolonia, que está a cien metros de las ruinas, arena blanca, mar azul y un viento de Levante salvaje y excesivo, que me puso la cabeza en ventolera permanente para el resto del viaje.
Sin duda la playa más bonita de Cádiz, de Andalucía, del mundo mundial.

Después cogimos el coche y con animus pro patria mori nos fuímos a Gibraltar. Cruzamos esa frontera sin problemas, impresionados por el peñón, que grande, que altisonante, que...
Marcela tuvo que enseñar su pasaporte a un ocupado policía inglés y a otro español.
Allí recorrimos la colonia montaditos en un autobús descapotable conducido por un moro de aspecto venerable y paramos a comer, en nuestra tercera decepción culinaria del viaje. En una terrazilla, de un pub inglés, The Angry Friar, probamos el fish and chips, la aportación más triste de la Gran Bretaña a la cocina mundial. Nos invitó a estos manjares Anita que cumplía años.

Después renunciamos a subir al Peñón a ver los monos, porque cobraban 26 euros por subir. Así que nos fuímos a una plaza a tomar un te y un cafe con tarta. Cuarta decepción culinaria.

Las tartas que anunciaban como caseras, pedimos de chocolate y de manzana, a 4 euros el trozo, eran la cosa más insípida y desaborida que hemos probado nunca. Tanto que Marcela, educada y con su exquisito inglés le dijo a la camarera que las tartas eran caras y malas y que solo nos las habíamos comido por el precio. Cuanto vale la Marcela...

Después de nuestra frustración culinaria inglesa nos fuímos a ver Tarifa, que maravilla de ciudad, la muy noble, valiente, leal Tarifa. Lo único ese viento que me estaba volviendo loco. Ana y Fran dejaron planeado comprarse una casa allí, la verdad es que merece la pena.

Y para terminar la noche nos fuímos a cenar a Conil, y primera satisfación culinaria. En una terraza al laíto del castillo, en una noche de ensueño, comimos comida gaditana, el bienmesabe, las tortillas de camarón, el pescaíto frito. Todo rico, rico. O sería que nuestro paladar estaba de cuaresma y cualquier cosa un poco elaborada la celebraba con fiesta. Quizás.

Al día siguiente, escarmentado por el desayuno anterior, nos fuímos a desayunar al hotel donde se alojó Fran cuando fue a la boda de su prima.
Desayuno andaluz, con aceite, pero cuando pidieron tomate, se lo pusieron a los pobres Fran y Marcela en rodajas, En fin, no le cogíamos el punto.
Después nos fuímos a Cádiz capital. Una ciudad muy bonita, una catedral cromada, con cúpulas venecianas, un teatro romano, que solo recorrí yo, porque la caló era tremenda, pero que me encantó, con unas galerías subterráneas alucinantes, pero estos tan panchos a la sombra. Ellos se lo perdieron.
Comimos entre bien y mal, pero barato, que luego fue caro, porque nos dejamos abandonada la cámara en el restaurante y ya no volvimos a saber de ella, por eso se perdieron las fotos del viaje y muchas más. En fin, fue una buena compañera de viajes, espero que su nuevo dueño sepa valorarla y sacarla por el mundo tanto como nosotros.
Por la tarde volvimos a Vejer, para conocerlo un poco mejor y cenamos en casa Pepe Julián, lo mismo entre bien y regular, comida muy andaluza.

Al día siguiente nos fuímos con pena, con añoranza de esas calles blancas, empinadas, que casi le cuestan la salud a Marcela (deja de fumar, leche) y ese viento machacón, que de tocapelotas se hizo amigo, y que en estos momentos, cuando escribo ésto, añoro con deseo.
Para seguir probando nos fuímos a desayunar a Chiclana, para ver si nos encontrábamos al Pozí. Pero al menos topamos por casualidad con la mejor churrería del pueblo, con el camarero más sieso y adusto del mundo, pero que nos puso una fuente de churros, torneados, alargados y finos que no se saltaba un gitano. Que devoramos, bueno casi todos Fran y Marcela, la pobre Ana y yo apenas probamos(sniff)...

Y luego al viaje, carretera y manta, que largo y que corto se me hizo, esas ocho, nueve horas de ruta, en buena compañía, en buen humor, con buena gente, buena música y al fin, segunda satisfación culinaria.
Paramos a comer en Andújar, en un bar de carretera que conocía Fran, el Botijo, que sitio más peculiar, un emporio que vendía aceite, paté, sillas de montar, caballos y por supueso daban de comer.

Un salmorejo muy bueno, unos calamares, conejo, pescado y de postre una tarta de queso estupenda. Y con los cafés por 10 euros cabeza. Que delicia de buena comida, compramos aceite y seguimos viaje. Hasta su conclusión.

Fue realmente un viaje bonito, del que no se porqué me está costando recuperarme. Será ese Levante tremebundo, o esa buena gente, como la señá Julia que barría su puerta cuando nos hicimos amigos y me contó toda su vida entre demente y lúcida y que muy amable nos indicaba por donde podíamos asomarnos para ver Barbate y "el moro"...

Perdonad esta crónica tan extensa, os aseguro que me dejo cosas en el tintero, y sobre todo callo mis sensaciones, mi pensar, mis gozos más extremos, mis sorpresas, lo que de vida me ha llenado. Para eso deben ser los viajes, no?

lunes, agosto 07, 2006

Yo también soy semita

Cuando el carroñerismo, la incultura y la memez extrema te llena el cerebro, el corazón y el alma se dicen tonterías como que Zapatero es antisemita. Los necios del PP dixit...

El pasado viernes, hoy hace una semana, cenaba yo con mis compañeros de árabe en un restaurante libanés de Lavapiés.

La aldea global que es el mundo quedaba reflejada en aquella cena, éramos dos españoles, un egípcio, un marroquí, un ecuatoriano, un chileno, y una belga.

Y el tema de conversación como no, la política de los asesinos sanguinarios que gobiernan Israel. Yo que siempre he estado, como diría Serrat, al lado de los indios, porque tengo un prurito de odiar a los prepotentes, a los poderosos, quizás por eso soy del atleti, y quizás por eso me duele el sufrimiento del pueblo palestino.

Pero también defendí a Israel, aunque os cueste creerlo, a mis amigos de cena les costaba entender que hay gente muy buena en Israel, hay judíos que sufren por cómo se comportan, hay muchachos del Tsahal, que odian tener que matar niños y mujeres.

Yo que en mi loca juventud en la facultad me enamoré de un judío, y que por ese amor nunca correspondido me embarqué en la odisea de un verano kibutz, conocí el horror del odio entre pueblos hermanos.

Quizás no sabéis que los árabes son también semitas, según la tradición descienden de Ismael, uno de los hermanos de Jacob, llamado Israel. Son un pueblo sincretista que todo lo aceptan y lo absorben, veneran a Abraham, a Moisés e incluso a Jesús. Son sus profetas.

Tenemos las venas los españoles tan llena de sangre árabe como judía, sangre semita en cualquier caso.

¿Cómo podemos ser antisemitas los españoles? Aunque quisiéramos. Pero no es cuestión de ponerte una kufiya como hizo Zapatero, o una kipá como también ha hecho. Está en nuestra naturaleza, ver la sinrazón de los dos bandos, ese odio cainita y tratar de poner cordura, como si ha hecho Zapatero, que cada vez tiene más talla de estadista y de ser humano. Que gran presidente y que gran suerte hemos tenido con él.

Yo me pusé la kufiya durante años, la llevaba incluso en verano, hasta que la heredó mi madre, que le gustaba el color. También me he puesto la kipá, la primera vez para la boda del hermano de mi amado Elías. Pero soy del Atleti y quiero que por una vez ganen los débiles, que dejen de masacrar niños, que dejen de sepultar la esperanza de un pueblo.

Y también quiero, porque soy del Atleti, que ningún padre israelí se despida por las mañanas de su familia como si no la volviera a ver, porque no sabe si el autobús en el que va al trabajo saltará por los aires.

Y no quiero volver a saber que ningún muchacho del Tsahal ha sido asesinado, y pensar en lo que lloré cuando vi Yossi y Jagger, una preciosa película israelí basada en hechos auténticos, de dos soldados israelís del Tsahal, que están enamorados y que a uno de ellos lo matan los árabes.

Qué corta es la vida, y qué rápido pasa, no es justo que hagamos todo lo imposible para que sea aún más corta. Ojalá Israel y Estados Unidos e Irán y Siria tuvieran presidentes como Zapatero. Habría paz....

Pax et bonum para vosotros, hermanos semitas.

Trece Rosas

Cuando se nos pide que no olvidemos a las víctimas y tengamos la memoria fresca con el sufrimiento de los inocentes, es justo que veamos el inmeso manto que hemos echado sobre los crímenes de ese asesino con voz aflautada que fue Franco.

Quizás por ello en el periódico del Corpiños se hagan encuestas en que el 30 por ciento justifique el golpe de estado del 18 de julio.
O todo un ex-comunista metido a fascista como Piqué afirme que el gobierno de Franco solo fue algo autoritario pero no fascista.

Por eso quizás hemos olvidado que el fundador y presidente de honor del Partido Popular se sentaba en consejos de ministros donde se firmaban sentencias de muerte. Que Fraga no se crió en la Atenas de Pericles, fue un sicario del asesino.

No hay que olvidar, nada ni a nadie. Ni a Irene Villa o Miguel Angel Blanco, pero tampoco a las 13 niñas, la mayor tenía 23 años y la menor 16, que fueron fusiladas por haber asesinado a un comandante de la guardia civil, en un atentado cometido cuando ellas llevaban varios meses en la cárcel. Así de justo.

No olvidemos a nadie, pensadlo cuando volvais a ver a Acebes o Zaplana en la televisión hablando de víctimas.
Recordad a las 13 rosas...